8.4.15

Cementerio, Semana Santa y felicidad

Estas vacaciones han sido especialmente buenas. Tras unos días de estudio, llegaron los niños y pasamos la mitad de la semana juntos, con Marta y Cibrán, en casa. Aunque en casa poco estuvimos: la Semana Santa es seguramente la época del año en la que hay más ambiente en nuestra ciudad, y si a eso le sumamos que los niños querían ver las procesiones, el resultado fue que pasábamos el día fuera, solos o con amigos.

Me he sentido muy bien, a pesar de mis habituales y difíciles de explicar ratos de mal humor o algo así. Pero ha sido agradable, me ha dado tiempo a estar bien, a disfrutar del tiempo juntos.

Hace unas semanas, un domingo después de comer, cuando iba a casa a trabajar (en la tesis, en qué si no), pasaba por delante del cementerio municipal y decidí parar. Quería hacerlo desde hacía tiempo. Estaba prácticamente desierto y llovía.

Fui a ver las tumbas de mis abuelos.

Yo me considero no creyente, aunque la mayor parte de mi vida lo fui; por tanto, hay poca o ninguna religiosidad para mí en una visita así. Pero no cabe duda de que hay algo que a lo mejor se puede llamar espiritualidad. La espiritualidad de pensar en algo trascendente: en el amor y su capacidad para hacer de la vida propia y de otros algo trascendente.

Porque pensaba, como tantas veces, en si el gesto de ir a verlos tenía alguna importancia. Eliminada la religión y lo que ella comprende, ¿la tiene? Para mí sí, sin duda, por lo que provoca en mí, por lo que me hace pensar y sentir; pero no me refiero solo a eso: ¿es posible pensar que tiene alguna importancia para ellos, que ya murieron?

Me imaginaba la situación contraria: algún día (en un futuro muuuy lejano) un nieto mío, hijo de Paula o de Carlos, al que habré paseado, al que habré cuidado, con el que habré jugado, con el que habré vuelto a disfrutar como con ellos, al que querré como a ellos, se acordaría de mí, haría un alto en su rutina, pararía su coche e iría a donde yo esté. A pensar un momento en mí. A recordarme. A acordarse de su abuelo, que lo adoraba.

Por desgracia, sé que en ese momento yo no seré nada (¡qué suerte, creer!); pero también sé que pensar que eso pueda suceder es lo único que tengo parecido a un consuelo.


Anteayer Carlos estaba jugando, Paula estudiaba y yo le explicaba el siglo XVIII mientras intentaba pintar mi primer óleo. En la cocina entraba el sol.